
Por Gore C.
En el corazón de Pitrufquén, entre fotografías, instrumentos musicales y recuerdos que parecen hablar desde las paredes, vive Julio Eduardo Dumont Bornand, un hombre que ha dedicado sus 91 años a la música, la historia y el amor por su tierra. Nació en 1934, en la misma casa donde hoy conversa, una casona de madera centenaria que resguarda el eco de generaciones y la esencia de la comuna.
“Nací y me crié en esta casa, heredada de mis padres con el compromiso de destinarla a actividades artísticas. Aquí pasaron los momentos más felices y también los más tristes de mi vida”, cuenta con serenidad. En esas habitaciones —dice— hubo matrimonios, celebraciones, pero también despedidas. “Han pasado tantas cosas en estas paredes que uno termina con una raya de suma positiva”, reflexiona con una sonrisa nostálgica.
Recuerda su niñez con ternura. “Fue una infancia alegre, muy distinta a la de ahora”, dice. “Los juegos eran simples, pero llenos de vida.” Creció junto a sus cuatro hermanos en un entorno donde el trabajo y la creatividad se entrelazaban. Su padre era dueño del Molino Dumont, una industria familiar que marcó una época en Pitrufquén. “El molino nació por la necesidad de los pequeños agricultores. Se molía a maquila; si alguien traía 100 kilos de trigo, pagaba con una parte del mismo. Era una tradición hermosa, hasta que llegaron los molinos industriales.” Aquel molino, junto con la curtiembre familiar, fue testigo del auge y la transformación de una comuna que avanzaba hacia la modernidad.
“Mi padre siempre decía; el que no estudia, trabaja.” Y aunque Julio estudió contabilidad en el Comercial de Temuco, confiesa entre risas que sus intereses iban por otro camino. “En vez de dedicarme al 100% de los estudios, me encargaba de preparar las veladas del colegio. Era mi salsa”, recuerda.
Su vínculo con la música fue natural, casi instintivo. “El oído viene con uno”, dice convencido. A los 12 años comenzó clases de piano, pero su profesora notó algo especial. “Le dijo a mi madre que no iba a poder enseñarme clásico, porque tenía oído absoluto. Tocaba las partituras y las cambiaba todas, no respetaba los silencios ni las corcheas. Así quedé como músico de oído.” Desde entonces, la música se convirtió en su lenguaje, en su forma de mirar el mundo. Tocaba en las veladas escolares, componía, y poco a poco fue moldeando una identidad musical profundamente ligada a su tierra.
Corría 1959 cuando un joven Julio, apasionado por el fútbol y la música, sintió la necesidad de expresar el orgullo de pertenecer a su pueblo. “Queríamos cantar algo que dijera de dónde éramos. Así nació el Vals de Pitrufquén”, relata con emoción.
La primera estrofa —“Hay un pueblito chiquito en la provincia de Cautín”— se convirtió en un emblema. “El Vals nació solo, como un hijo. No fue un encargo. Surgió con la intención de expresar nuestra alegría.”
Ese mismo año, Pitrufquén clasificó al campeonato nacional de fútbol amateur en Calama, y el vals viajó con el equipo. “Lo cantamos allá y sin querer, se hizo parte de todos los pitrufqueninos. Hoy se canta en matrimonios, cumpleaños y hasta en funerales. Una vez me contaron que, al despedir a una familia de músicos fallecidos en un accidente, el pueblo comenzó a cantar el vals. No hay mayor orgullo que ese.”
En la cara B del disco donde se grabó el vals, Julio incluyó otra joya musical; “Los balseros del Toltén”, inspirada en las historias que escuchaba de niño sobre las balsas que bajaban el río con madera desde la cordillera. “Las balsas salían desde el lago Villarrica y llegaban a Pitrufquén después de dos días de viaje. Yo de niño iba con nuestra nana a comprar nalcas a los balseros. Eran tiempos hermosos.”
Amor, familia y medio siglo de compañía
“El amor no tiene camino, se va formando solo”, dice al recordar cómo conoció a su esposa, Carmen. Fue en septiembre de 1971, durante una celebración de fiestas patrias. “La vi y sentí algo que no se explica. Dije: con esta niña me casaría. Al año siguiente, ya estábamos casados.” Llevan más de 53 años de matrimonio, cuatro hijos y una vida compartida entre la música, el arte y la perseverancia. “Como todo matrimonio, hemos tenido dificultades, pero con tolerancia y voluntad, las cosas resultan.”
La casa donde vive Julio y su esposa Carmen es más que una vivienda; es un museo vivo. Los muebles antiguos, los cuadros tallados por su padre y los instrumentos musicales conviven con su historia personal y la de Pitrufquén. “Cuando acepté esta herencia, me hice el firme propósito de no venderla nunca”, afirma. “Porque si una constructora la compra, la historia se sepulta con las paredes.”
Esa decisión lo llevó a abrir las puertas de su hogar a la comunidad. “Aquí funciona la corporación Somos Arte, que reúne a artistas locales. Les ofrecí una sala sin costo. El arte no puede tener arriendo.”
En el comedor cuelga, con orgullo, una invitación que guarda como un tesoro; la universidad Autónoma lo invitó al lanzamiento del libro Patrimonio urbano de vivienda de la novena región, donde su casa aparece destacada por su valor histórico y arquitectónico. “Fue una sorpresa enorme. Esta casa ya está asegurada en la historia”, dice emocionado.
A sus 91 años, Julio no deja de soñar. Su mayor anhelo es que su hogar se transforme en una escuela de arte de Pitrufquén, un espacio donde niños, niñas, jóvenes y adultos puedan aprender guitarra, piano, violín, pintura o fotografía. “Sería lindo que el municipio o el estado pudieran adquirir esta casa y convertirla en una escuela de arte”, confiesa. “El centro cultural ya está, pero falta el lugar donde se enseñe, donde se cultive el alma.” Imagina aulas en las habitaciones, un pequeño auditorio para conciertos, talleres de pintura y la presencia constante de la música. “Estas casas fueron hechas para recibir gente, para compartir. Aquí antes venían los colonos —suizos, alemanes, italianos— a cantar, comer queso, tomar vino… Sería hermoso que se vuelvan a reunir personas.”
Julio Dumont no necesita fortuna para sentirse afortunado. “En lo material no soy rico, pero en lo espiritual me sobran los millones”, dice con convicción. Y basta mirar alrededor para entenderlo, porque cada rincón de su casa está lleno de vida, de arte, de historia, de amor. Su vida es un testimonio de compromiso con la cultura, con su comunidad y con la memoria. Es el reflejo de una generación que, con humildad y talento, ayudó a construir la identidad de Pitrufquén. “Las antigüedades no son cosas —dice mientras observa las paredes de su casa—, son vivencias. Transmiten lo que fuimos y lo que somos. Eso es lo que quiero dejar.”
Afuera, en la calle Barros Arana, aún se escuchan los ecos del río y el rumor de las carretas que un día llegaban al molino. Dentro, Julio Dumont Bornand sigue afinando los acordes del vals que escribió hace más de medio siglo, aquel que convirtió a un pequeño pueblo del sur de Chile en una canción eterna. Pitrufquén tiene historia, tiene identidad, y tiene un vals.
Y detrás de él, un hombre que supo convertir la memoria en música, y la música en un legado que perdurará más allá del tiempo.