
Por Gore.
Hay vidas que empiezan antes de que uno pueda recordarlas. Historias que nacen marcadas, que avanzan con cicatrices abiertas, pero que aun así encuentran en algún rincón íntimo -a veces oscuro, a veces minúsculo- un espacio para florecer. La vida de María Angélica Martínez, escritora, poetisa, narradora y, más tarde, guionista y panelista, es una de esas trayectorias que se sienten. Duele contarlas, pero también iluminan. Es una historia donde el hambre se mezcló con la intuición, donde la pobreza convivió con la imaginación, y donde una niña sin infancia terminó conquistando espacios improbables, desde los talleres literarios de los grandes hasta los estudios de televisión, pasando incluso por un papel impensado; ser la primera mujer guardaespaldas de Pelé en Chile.
A sus 64 años -que cumple este próximo marzo, dice con orgullo- narra sin pausas y sin miedo. Habla como quien estuvo demasiado tiempo obligada a guardar silencio. Y hoy, por fin, puede contarlo todo.
Infancia sin refugio: «El suelo húmedo fue mi banco»
María Angélica nació en Providencia, Santiago, pero sus recuerdos no corresponden a esa postal urbana que muchos imaginan. “No puedo hablar de tener buenos recuerdos de niñez”, dice sin dramatismo, como quien describe una verdad tatuada. Y sus libros, asegura, ya han hecho ese trabajo por ella.
Los años 70 la marcaron para siempre; hambre, pobreza, abandono, violencia silenciosa. Un contexto donde las familias se quebraban, donde los niños crecían rápido porque la vida no daba tregua. “Creo que en esos tiempos mis papás perdieron la armonía de seres humanos”, recuerda. Eran años duros. Tan duros que en su casa, como en tantas otras, casar a los hijos se volvió una salida cruel y apresurada. Su hermano se casó a los 19. Ella, a los 14.
El consejo que jamás olvida lo escuchó escondida bajo una mesa: “Si quieres comer, búscate un marido”. Era apenas una adolescente, y aun así imaginó que ese hombre desconocido sería un refugio tibio. No lo fue.
El matrimonio infantil la llevó directamente a una toma de campamento, un espacio de tierra marcado apenas por un sitio de 8 por 8 metros, que sintió como si fuera “su única coordenada en el mundo”. Allí aprendió a sobrevivir. Literalmente a hacer zapatos con sus propios pies, a resistir, a “apichucarse” -como dice ella- frente a una pobreza que dolía, pero que nunca logró quebrarle el espíritu.
Tampoco la quebraron los abandonos. Ni el de su familia ni el de su primer esposo, que un día se fue dejando atrás a ella y a sus hijos sin mirar. “Nos miró como quien dice no puedo con ustedes”, recuerda.
Pero María Angélica tenía algo más fuerte que la desesperanza, era la convicción de que sus hijos nacerían con maletas. Les decía que viajarían, que cruzarían fronteras, que su vida no sería siempre ese rincón estrecho y hostil. Y en medio del caos, les enseñó a soñar.
La palabra como salvavidas: el poema que detuvo a Nicanor Parra
Los primeros destellos de esperanza llegaron con la escritura. La poesía no fue un hobby; fue una defensa. “Al escribir me defendía del mundo”, afirma. Con el tiempo, esa defensa se convirtió en oficio y luego en identidad.
Ganó un concurso literario que la llevó a conocer a Nicanor Parra, Poli Délano, Isabel Allende y otros tantos. Y fue precisamente Parra quien, sorprendido por la fuerza de uno de sus poemas, le dijo: “¿De dónde vienes? ¿De la pobreza? ¿Comiste perro?”. Ella respondió que si lo veía como metáfora, tomara al perro como tal. Pero la verdad era más cruda, había sobrevivido a un mundo más cruel de lo que cualquiera imagina.
Publicó La Transfiguración, su primer libro. Luego, uno más. Y llevó incluso a sus padres a su primer lanzamiento. Les leyó un poema que hablaba del abandono, del silabario gigante, del suelo húmedo que hacía de banco. Sus padres la escucharon en silencio. Y aunque se retiraron sin palabras, ella sintió que por fin habían entendido.
Del dolor a la pantalla
El quiebre hacia otra etapa llegó inesperadamente. Su hija -ya mayor, estudiante- tomó varias de sus historias y las inscribió en un concurso de guiones para televisión. Historias sobre un investigador privado, inspiradas en un hecho tan doloroso como pintoresco; ella había contratado a un detective para seguir a su exmarido… y terminó enamorada del investigador.
Ganó. Y no solo ganó; obtuvo los tres primeros lugares del concurso, bajo distintos seudónimos. Cuando llegó a TVN, Felipe Camiroaga la felicitó personalmente, asombrado.
Aquello marcó el inicio de una carrera televisiva que duraría 19 años. Fue guionista, panelista, escritora de historias de infidelidad y relaciones humanas, primero en “Pasiones” y luego en otros canales y programas. Su estilo era directo, agudo, dulce y ácido a la vez. La gente se identificaba. A veces demasiado; más de un hombre la culpó en la calle porque su esposa lo había descubierto tras escuchar una historia similar en televisión.
María Angélica ya no escribía solo para sobrevivir. Ahora escribía para interpretar el mundo, y ese mundo la escuchaba.
Entre las anécdotas más sorprendentes de su vida hay una que parece sacada de una película. Fue guardaespaldas de Pelé cuando el astro brasileño visitó Chile. Pelé, que no aceptaba guardaespaldas mujeres, terminó riéndose con la historia de que todos los perros de María Angélica se llamaban como él. Luego, la aceptó en su círculo.
“Yo nací para el mundial”, le dijo ella. Y él, divertido, le creyó, relata María Angélica.
El final de una era y el inicio de otra
Su paso por la televisión terminó por una decisión personal, forzada por un cruce inesperado entre el ego y el amor. Le propusieron someterse a cirugías estéticas para seguir en pantalla. Su pareja -la misma que había sido detective y compañero de aventuras- la miró con honestidad: “Si quieres entrar en ese juego, vas a dejar de ser la mujer que yo elegí. Yo prefiero irme antes de ver que te conviertes en algo que no eres”. María Angélica eligió su esencia. Eligió irse. Eligió seguir siendo escritora.
La historia de María Angélica no es solo una biografía. Es un testimonio sobre la resistencia humana, sobre cómo un espíritu golpeado puede convertirse en creador, madre, artista, trabajadora, investigadora, guionista, narradora, guardaespaldas, soñadora…
Es la vida de alguien que no tuvo infancia, pero que decidió regalársela a sí misma a través de la imaginación. Que no tuvo hogar, pero que construyó uno desde la palabra. Que fue víctima del abandono, pero nunca abandonó sus sueños.
Hoy, a sus 64 años, habla con una dignidad luminosa, la de quienes sobrevivieron sin renunciar a su ternura. La de quienes convirtieron el dolor en arte. La de quienes saben que la historia más importante es la que se escribe después de que todo parece perdido.
Después de sus años en televisión y tras un largo camino marcado por sacrificios, trabajo creativo y la crianza de sus hijos, María Angélica cuenta que llegó un momento en que la vida la empujó a buscar algo distinto. Un espacio más tranquilo y lejos del ritmo vertiginoso de Santiago.
Explica que, con el paso del tiempo, sintió que necesitaba reencontrarse con ella misma, con su escritura y con una vida más simple. Fue entonces cuando decidió dejar la capital y emprender rumbo al sur. Pitrufquén apareció primero como una posibilidad, luego como una idea constante y finalmente como un destino inevitable.
Dice que llegó casi por intuición, “siguiendo el pulso del corazón”, buscando un lugar donde pudiera asentarse en paz después de una vida intensa, llena de desafíos, televisión, investigaciones privadas, escenarios duros y aprendizajes profundos. Y en ese nuevo capítulo no estuvo sola. Hoy vive en el sector de Puraquina acompañada de su marido, el detective que alguna vez contrató y que terminó convirtiéndose en su compañero de vida, un vínculo construido en la confianza, la lealtad y el afecto.
Ambos comparten la tranquilidad del campo, los amaneceres y la calma del sur, y -como ella misma dice- siguen soñando juntos, escribiendo su propia historia desde un lugar donde la vida se siente más auténtica y luminosa.
María Angélica terminó la entrevista con los ojos brillantes, de ese brillo profundo que parece guardar décadas completas. En su mirada se reflejaba todo lo que han visto sus 64 años de vida; dolores que aún duelen, batallas que marcaron su historia, pero también la alegría de los momentos luminosos que la sostienen hasta hoy. Respiró hondo, como quien necesita ordenar el alma antes de seguir, y entonces recitó uno de sus poemas. “Esto es lo que sé hacer”, dijo con una serenidad que abrazaba, “recitar”. Y en ese instante, más que una respuesta, fue una declaración de vida; la palabra es su refugio, su fuerza y la forma más honesta que tiene de seguir contando su historia.